
El ser humano posmoderno, en general, con sus relaciones sin compromisos profundos, su individualismo y narcisismo, que tiene su meta en la realización individual en base a valores hedonistas basados en el interés, la superficialidad y la provisionalidad, tiene más miedo a la intimidad que al sexo, pues en la intimidad nos exponemos al otro, mientras que en el sexo, concebido como un intercambio exclusivamente físico, es posible una mayor protección y un uso del otro como función, uso que se incrementa debido a la creciente educación sexual de los jóvenes, eminentemente pornográfica. Pero, sobre todo, el individuo actual teme sufrir, odia ser vulnerable y exponerse o reconocer el sufrimiento que lo acerca a su fragilidad. (López Mondéjar, 2022)
Esta experiencia de la inasumible fragilidad y por tanto de la propia vulnerabilidad, queda sustituida por la arrogancia narcisista mediante mecanismos de defensa como la disociación emocional o la racionalización, que “elevan a ideal lo que en realidad es carencia o déficit” y la construcción nihilista del deseo, que persigue siempre algo que, en realidad está destinado a faltar siempre. A partir de aquí, “[…] La alocada carrera del deseo saltando de un objeto a otro parece asumir así una autentica alucinación colectiva: el deseo queda imantado por el nuevo objeto, la nueva sensación, el nuevo encuentro, el nuevo amor. El bien nunca radica en lo que uno tiene, sino que remite siempre a lo que todavía no posee. Es precisamente aquí donde la maquinaria del discurso capitalista halla el principio de su funcionamiento: no colmar las necesidades sino transfigurarlas en pseudodeseos imposibles de satisfacer, y que, precisamente a causa de esa imposibilidad, se nos aparecen perpetuamente magnetizados por la sirena del nuevo Objeto. […]” (Recalcati, 2015)
En este contexto y desde la experiencia profesional como mediador familiar y counsellor, las relaciones amorosas muestran que el desencuentro y los conflictos que se derivan en el ámbito de la pareja, provienen en gran parte de una deficiente comunicación y en muchos casos del cansancio y el hastío de aquello que no cambia, cuando la relación se vive como una decepción, como una promesa incumplida, confrontada dolorosamente con las emociones ilusionantes de los inicios.
La relación de ahora ya nada tiene que ver con la del principio y el conflicto expresado o latente, en el marco de una incapacidad de comunicación honesta y directa, promueve la victimización, el reproche constante y la culpabilización del otro como responsable del malestar vital. Una situación dolorosa que crea la fantasía de que la llegada de un nuevo objeto de deseo relacional pondrá fin al malestar. La nueva relación acabará estructurándose como la anterior, donde la imposibilidad de mostrar la “inasumible fragilidad personal”, frenará la “exposición absoluta al Otro”, entendida ésta como la creación de un espacio de intimidad donde comunicarse de forma abierta y sincera, sin la utilización de juegos psicológicos manipulativos.
Solo afrontando el reto de gestionar los conflictos mediante la toma de decisiones consensuadas en un espacio de intimidad comunicativa real, independientemente del sentido en que se tomen éstas, ha de permitir transformar el malestar y el desencuentro, desde una vulnerabilidad aceptada; desde una necesaria madurez emocional, que se promueve en el propio proceso de confrontarse a uno mismo y a la relación.